Errores fundamentales del Concilio

Los errores fundamentales

Dolorosamente afectado por la perspectiva de la reunión de los representantes de todas las religiones, invitados por el Papa para reunirse en Asís el 27 de octubre, yo había dirigido una carta a varios Cardenales, para pedirles que suplicaran al Sumo Pontífice que renunciara a esta verdadera impostura. Nadie podrá decir que no hemos hecho todo lo posible para tratar que fueran conscientes de la gravedad de la situación en que nos encontramos actualmente.

En una predicación que hice en Suiza, evoqué los puntos principales en los que la fe se encuentra en peligro y contradicha por el Papa, los Cardenales y los Obispos de manera general. De ahora en más hay tres errores fundamentales, que, de origen masónico, profesan públicamente los modernistas que ocupan la Iglesia:

  1. El reemplazo del Decálogo por los Derechos del Hombre. Los Derechos del Hombre se han convertido ahora en el leitmotiv para recordar la moral, sustituyendo así al Decálogo. Y el artículo principal de los Derechos del Hombre es sobre todo la libertad religiosa, que ha sido querida particularmente por los masones. Hasta entonces la religión católica era la religión, y las demás religiones eran falsas. Los masones no querían ya esta exclusividad: había que suprimirla. Entonces se decretó la libertad religiosa.
  2. El falso ecumenismo que establece de hecho la igualdad de las religiones. Es lo que manifiesta el Papa de manera concreta en toda ocasión, hasta llegar a decir que era uno de los principales objetivos de su pontificado. Con eso actúa contra el primer artículo del Credo y contra el primer Mandamiento de la Ley de Dios. Es de una gravedad excepcional.
  3. La negación del reinado social de Nuestro Señor Jesucristo por la laicización de los Estados, y que se ha hecho ya algo corriente. El Papa ha pretendido, y lo ha conseguido en la práctica, laicizar las Sociedades, y por ende suprimir el reinado de Nuestro Señor sobre las Naciones.

Si reunimos estos tres cambios fundamentales, y que en realidad no forman más que uno solo, tenemos la negación de la unicidad de la religión de Nuestro Señor Jesucristo y, por consiguiente, de su reinado. Y ¿para qué, a favor de qué? Probablemente, de un sentimiento religioso universal, de una especie de sincretismo que apunta a reunir todas las religiones.

Así, pues, la situación es gravísima, pues parece que Roma, el Papa y los Cardenales son quienes están realizando el ideal masónico. Los masones siempre han deseado esto, y lo están consiguiendo, no por sí mismos, sino a través de los mismos hombres de Iglesia. Basta leer los artículos que han escrito algunos de ellos o allegados suyos, para ver con qué satisfacción saludan toda esta transformación de la Iglesia, este cambio radical que la Iglesia ha realizado desde el Concilio y que, para ellos, era difícilmente concebible.

¡La verdad evolucionaría con el tiempo!

No es sólo el Papa el que está en cuestión. El Cardenal Ratzinger, que en la prensa pasa por ser más o menos tradicional, es de hecho un modernista. Para convencerse de ello, y para conocer su pensamiento, basta leer su libro «Los principios de la teología católica», en el que dice sentir una cierta estima por la teoría de Hegel, cuando escribe:                                                                                                                                                          

A partir de él, ser y tiempo se compenetran cada vez más en el pensamiento filosófico. El mismo ser responde a la noción de tiempo… La verdad se hace en función del tiempo; lo verdadero ya no lo es pura y simplemente, sino que sólo lo es por un tiempo, puesto que pertenece a la evolución de la verdad, que sólo es tal en la medida en que evoluciona".

¿Qué queréis que hagamos? ¿Cómo se puede discutir con quien razona de este modo?

Por eso, no hay que sorprenderse de su reacción cuando le pregunté: «En fin, Eminencia, no puede usted negar que hay una contradicción entre la libertad religiosa y lo que dice el Syllabus». Me contestó: «Monseñor, ya no estamos en tiempos del Syllabus». Es imposible discutir.

Escribe el Cardenal Ratzinger en su libro, a propósito del texto de la Iglesia en el mundo (Gaudium et spes) bajo el título: «La Iglesia y el mundo, a propósito de la cuestión de la recepción del Concilio Vaticano II». Después de desarrollar sus argumentos a lo largo de varias páginas, precisa:                                                                                                                                                          

Si se busca un diagnóstico global del texto, se podría decir que es (en relación con los textos sobre la libertad religiosa y sobre las religiones en el mundo) una revisión del Syllabus de Pío IX, una especie de contra-Syllabus (Dignitatis humanae)".

Así pues, reconoce que los textos sobre la Iglesia en el mundo, la libertad religiosa y los no cristianos (Nostra Aetate), constituyen una especie de «contra-Syllabus». Es lo que yo le había dicho, pero ahora, sin que eso parezca molestarle lo más mínimo, él lo escribe explícitamente.

Y el Cardenal prosigue:                                                                                                                                                          

Karnack, como ya es sabido, interpretó el Syllabus como un desafío a su siglo. En todo caso, es cierto que trazó una línea de separación ante las fuerzas determinantes del siglo XIX".

¿Cuáles son las «fuerzas determinantes del siglo XIX»? La revolución francesa, por supuesto, con toda su empresa de destrucción. Esas «fuerzas determinantes» las define el mismo Cardenal como siendo «las concepciones científicas y políticas del liberalismo». Y sigue diciendo:                                                                                                                                                          

En la controversia modernista, esta doble frontera fue reforzada y fortificada una vez más.

Desde entonces, sin duda, muchas cosas habían cambiado. La nueva política eclesiástica de Pío XI había instaurado una cierta apertura respecto de la concepción liberal del Estado. La exégesis y la historia de la Iglesia, en un combate silencioso y perseverante, habían adoptado cada vez más los postulados de la ciencia liberal, y por otra parte el liberalismo se había visto en la necesidad de aceptar, en el transcurso de los grandes cambios políticos del siglo XX, correcciones notables.

Por eso, primero en la Europa central, la fidelidad unilateral, condicionada por la situación, a las posturas adoptadas por la Iglesia a iniciativas de Pío IX y de Pío X contra el nuevo período de la historia abierto por la revolución francesa, había sido corregido via facti en una gran medida, pero aún faltaba una determinación fundamental nueva de las relaciones con el mundo tal como se presentaba desde 1789".

Esta determinación fundamental sería la del Concilio.                                                                                                                                                          

En realidad, prosigue el Cardenal, en los países de mayoría católica, reinaba aun ampliamente la óptica de antes de la revolución: casi nadie contesta hoy que los concordatos español e italiano intentaban conservar demasiadas cosas pertenecientes a la concepción del mundo que desde hacía tiempo no correspondía a las situaciones reales. Del mismo modo, casi nadie puede contestar que a esta fidelidad a una concepción perimida de las relaciones entre la Iglesia y el Estado correspondían anacronismos semejantes en el campo de la educación, y de la actitud que debía adoptarse respecto del método histórico-crítico moderno".

Así se precisa el verdadero espíritu del Cardenal Ratzinger, que añade:                                                                                                           

Sólo una búsqueda minuciosa de los distintos modos como las diferentes partes de la Iglesia supieron acoger al mundo moderno podrá desenmarañar la red complicada de causas que contribuyeron a dar su forma a la constitución pastoral, y sólo de esta manera podría esclarecerse el drama de la historia de su influencia.

Contentémonos aquí con constatar que el texto juega el papel de un contra-Syllabus, en la medida en que representa un intento de reconciliación oficial de la Iglesia con el mundo tal como se presenta desde 1789".

Todo eso está perfectamente claro, y corresponde con lo que nosotros no hemos dejado de afirmar. ¡Nos negamos, no queremos ser, los herederos de 1789!                                                                                                                                                          

Por un lado, sólo esta mirada echa una luz sobre el complejo de gueto de que hemos hablado al comienzo [¡la Iglesia, un gueto!]; y, por otro lado, sólo ella permite comprender el sentido de ese raro cara a cara de la Iglesia con el mundo: por «mundo» se entiende, en el fondo, el espíritu de los tiempos modernos, frente al cual la conciencia de grupo en la Iglesia se sentía como un sujeto separado que, después de una guerra tan pronto fría como caliente, buscaba el diálogo y la cooperación".

Estamos obligados a constatar que el Cardenal ha perdido totalmente de vista la idea del Apocalipsis de la lucha entre la verdad y el error, entre el bien y el mal. De ahora en adelante se busca el diálogo entre la verdad y el error. No se puede comprender la rareza de este cara a cara de la Iglesia con el mundo.

Más adelante, el Cardenal define así su pensamiento:                                                                                                                                                          

La Iglesia y el mundo son como el cuerpo y el alma. Por supuesto, hay que añadir que el clima de todo el proceso estaba marcado de manera decisiva por «Gaudium et spes». El sentimiento de que ya no debía haber realmente un muro entre la Iglesia y el mundo, y de que todo «dualismo», cuerpo y alma, Iglesia y mundo, gracia y naturaleza, y en definitiva Dios y mundo, era perjudicial: ese sentimiento se convirtió cada vez más en una fuerza destructora para el conjunto."

El Cardenal Ratzinger está a la cabeza de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el ex-Santo Oficio. Con semejante expresión de pensamiento, ¿qué puede esperar la Iglesia de quien tiene en cargo la defensa de la Fe?

Volviendo al Papa, tiene el mismo espíritu, aunque de otra manera. Sin duda es un polaco, pero el fundamento de las ideas es el mismo. Los animan los mismos principios, la misma formación. Por esta razón no sienten ni vergüenza ni horror al hacer lo que hacen, mientras que nosotros nos sentimos realmente espantados. La religión, como lo hemos visto en el liberalismo, es en el modernismo un sentimiento interior.

"Condenaron a la Tradición y a la Verdad"

Por eso, desde el día en que, contra todo derecho, fuimos condenados por Monseñor Mamie, apoyado por Roma, no hicimos ningún caso, y aparentemente incurrimos en desobediencia. Pero nuestro deber era desobedecer, porque querían obligarnos a colocarnos en el espíritu de 1789, en el espíritu del liberalismo, en el espíritu del contra-Syllabus. Nos hemos negado a ello, y seguimos negándonos. Quienes nos condenaron son hombres imbuidos de este liberalismo, como el Cardenal Villot; es esta Roma liberal. Pero al obrar de este modo condenaron a la Tradición y a la Verdad.

Hemos rechazado esta condenación, porque la considerábamos como nula e inspirada por el espíritu modernista. Lo que hacíamos y seguimos haciendo no es otra cosa que colaborar al mantenimiento de la Tradición. Así pues, parecimos encontrarnos en una situación aparente de desobediencia legal, pero seguimos ordenando sacerdotes, dando sacerdotes a los fieles para la salvación de sus almas. Estos sacerdotes ejercieron su ministerio siempre bajo una apariencia de desobediencia a la letra de la ley. Y seguiremos haciéndolo así mientras Dios así lo disponga.

No somos nosotros los que creamos la situación de la Iglesia, que se agrava cada vez más en condiciones pasmosas. Nadie habría podido imaginar hace diez años, antes de la llegada del papa Juan Pablo II, que un Sumo Pontífice habría hecho un día esta ceremonia de Asís. A nadie se le habría ocurrido jamás la idea. Nadie habría pensado que visitaría la Sinagoga, y que haría ese discurso abominable. Nadie lo habría imaginado siquiera. Tampoco se habría podido pensar jamás lo que hizo en la India. Todo eso habría parecido inconcebible.

Monseñor Marcel Lefebvre